lunes, 13 de febrero de 2012

Wellington


Hace unos días me entró un pronto elegíaco. El hecho en si no constituye ninguna novedad; aquellos que me conozcan saben de sobras que a menudo tiendo hacia disposiciones anímicas cercanas a lo apocalíptico. Sí me parece reseñable, sin embargo, el motivo que me condujo a este particular humor, y es que leí en las noticias que el último bloque de viviendas de la calle Wellington iba a ser finalmente derruido. 

Guardo una larga relación con este pequeño rincón de Barcelona que se remonta a mi época de adolescente, antes de la llegada del tranvía y mucho antes de la inauguración de la Biblioteca de les Aigües. Corría el final del siglo XX, en Barcelona todavía se creía en el diseño y el trip hop estaba pasando de ser lo más a acompañar cualquier campaña publicitaria de coche deportivo. Esto lo digo para poneros en situación.

El caso es que yo siempre he tenido mis momentos flâneur (si Baudelaire se levantara de la tumba me metería un galleto); mucho más en aquella época, en la que mis padres, un tanto aturdidos, se preguntaban a qué clase de maldades me dedicaba cada vez que venía a la ciudad, lo que acabó siendo una costumbre prácticamente diaria. Por mi parte, siempre he sido bastante paradito, y lo peor que hacía era fumarme 4 pitillos lucky strike (¡Hay que joderse, con el asco que me da ahora!) y dedicarme a vagar sin rumbo por las calles de una ciudad que aun me era ajena. Así fue como topé con Wellington.

Lo primero que me sorprendió de esta vía tan corta era que parecía sacada de algún otro lugar, ya que no guardaba ningún tipo de relación con su entorno. Recuerdo especialmente la soledad y el silencio. Un silencio que tan solo se veía interrumpido puntualmente por el ruido de algún animal del zoo. Por Wellington nunca pasaba nadie, ni coches ni peatones. Nadie. Los plataneros, mucho más altos que en el resto de la ciudad, conferían al espacio un aspecto sombrío, reforzado por la tapia del zoológico con el que limita. Si me hubieran dicho que me encontraba en algún lugar de Nueva York, París o Berlín lo hubiese creído.


Los bloques de viviendas se hallaban ya entonces desvencijados, con grandes desconches en la fachada y marcas de metralla de la guerra civil que ninguna campaña de Barcelona-posa't-guapa-per-fora-però-per-dins-que-et-bombin se había preocupado de adecentar. En definitiva, se trataba del paraíso de cualquier adolescente con ínfulas intelectualoides como servidor.


La cuestión es que leo la noticia y no puedo reprimir un sentimiento de tristeza, no tanto por el valor patrimonial del entorno y sus edificios, que de por sí merecería otra entrada, sino por esa nostalgia hacia tiempos pasados que, si bien es cierto que no eran mejores, definitivamente sí eran más auténticos.


Decidí volver a Wellington, no como había hecho las últimas veces, haciendo jogging o yendo a tomar el tranvía, sino con una disposición diferente y desde luego nada pragmática, por más que tomara algunas fotos, y es que posiblemente aquella era la última ocasión en la que vagaba por esa calle tal como la guardo en la memoria.

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